sábado, 4 de agosto de 2018

Amor en la oscuridad (Primeros capítulos. Resto en Amazon)


A mi primer amor,
porque esta historia la escribí para ella y prometí dedicársela.












1

La clase de matemáticas era un completo aburrimiento, en vez de multiplicarse los números parecían multiplicarse las horas. Los ojos de Blas se cansaban de mirar a la pizarra. No era buen día para soportar senos y cosenos; él solo entendía de los primeros, en clase de anatomía callejera, fuera del aula (y solo la teoría). Se le abría la boca, y no dejaba de dar golpecitos al cuaderno con el bolígrafo, el mismo con que minutos antes, había dibujado a la profesora. Un óvalo hizo de cara, al que añadió dos diminutos puntos como ojos y un triángulo para la nariz; dos círculos asimétricos para los pechos (con el mismo pulso que el de un anciano de ochenta años), y cuatro palos: los dos brazos y las dos piernas. Unos pocos caracoles para el cabello y… Listo, ya tenía un bonito recuerdo de su profe de matacras. Añadió un bocadillo de cómic donde, con letras grandes, escribió:
            “CON TUS SUMAS Y ECUACIONES SE ME DUERMEN LOS COJONES. X+Y= ZUMBA QUE TE DALE”.
            Le enseñó la creación a su compañero de mesa, a quien se le escapó una pedorreta por intentar contener la risa. Se hizo un silencio sepulcral. La profesora ridiculizada en el papel se detuvo; sus dedos se manchaban de polvillo mientras sostenía una tiza. Carraspeó y continuó.
            —Casi nos caza, tío —dijo el pedorro.
            —No se empana de nada. No problem.
             El timbre sonó. El infierno numérico llegó a su fin.


2  

Turno de las artes marciales. Adiós, Mates; hola por siempre, Taekwondo. Todos los lunes, miércoles y jueves, veinte universitarios (quince chicos y cinco chicas) salían de clase a empujones para dirigirse al gimnasio. Apenas daban tiempo a terminar de sonar el timbre.
Se levantó un chico de la primera fila al que conocían por Chiqui. Se llamaba igual que su abuelo, por ello le pusieron ese apodo y así poder diferenciarlo. El anciano ya no vivía, pero cambiarse de nombre cada dos por tres no estaba entre sus planes, así que seguiría siendo Chiqui para siempre. Chiqui o «cabrón de mierda», como algunos envidiosos se referían a él. Era el mejor en artes marciales, el más guapo y el único a quien las chicas comían con la vista mientras se derretían como mantequilla. Su mirada levantaba pasiones. Llevaba el cabello largo, una raya negra en cada párpado, la cara teñida de blanco y un piercing en el labio inferior. Muy mono, pero eran sus ojos quienes causaban tanta rabia en el sector masculino; por el contrario, las chicas ansiaban verlo.
            —Míralas… ¡Ya están babeando! —rugió Blas—. Es que todas, ¿eh? Joder. — Chiqui recorría el aula en dirección a la salida, aunque parecía caminar por la alfombra roja: todas a su alrededor le abrían paso. Una vez que las dejaba atrás, estas se daban la vuelta para mirarlo (el trasero también valía) —. Tengo ganas de potar —volvió a decir Blas, metiéndose los dedos en la boca para simular una arcada.
            El envidiado llegó al final, donde le esperaba su chica. A las otras les daba igual que tuviese novia, decían que por mirar no hacían nada malo. Bueno, agrandaban la úlcera de estómago de los demás chicos, les hacían blasfemar, irritarse, sentirse una mierda que viste y calza y tener que contenerse para no partirle la boca al gótico odiado; por lo demás, nada malo.
            —Nos vemos después del entrenamiento —le dijo Chiqui a Estela, su novia.
            —Sí.
            Se dieron un beso. Él se fue a clase de Taekwondo y ella a su casa.
            —Ay, qué besito más rico —volvió a decir el protestón, en tono de burla—. Quiero potar, definitivamente.
            —Pues hazlo y cállate, ¡cansino! —respondió su compañero—. Jamás serás como él. No tendrás su cara, ni su pelo, ni su culo; ni mucho menos sus ojos… Ríndete. No puedes hacer nada.
            Eso ya lo veremos.


3

Convertir un gimnasio en un templo de artes marciales lleva su tiempo. El maestro —un coreano a punto de cumplir los sesenta años— miraba cómo sus discípulos más veteranos cubrían el suelo con una colchoneta azul de 4cm de grosor; después, colocaban la bandera de Corea y Japón en lo alto de una de las espalderas y forraban con otra colchoneta cada una de las cuatro columnas, de tal forma que pudieran golpearlas sin partirse ni el empeine ni los nudillos. Así todos los lunes, miércoles y jueves. Los demás días, el gimnasio se utilizaba para hacer pesas, aerobic y gimnasia para maduritas. 
            Chiqui siempre realizaba el mismo ritual antes de pisar el gimnasio. Se colocaba una cinta negra para sujetar el cabello. Años atrás era de color militar, y todos le decían que parecía John Rambo, solo que el muchacho dejaba claro con sus patadas que sí sentía las piernas… Cuando se examinó para hacerse con el cinturón marrón, la cambió para añadir una pieza oscura más a su vestimenta, y también como símbolo al cinturón que ansiaba. Blas y Hugo (el pedorro) no tenían cinta, ni tampoco cabello que sujetar. Lo llevaban rapado, y en su cabeza solamente se veía una capa grisácea, igual que una barba de dos días.
            Chiqui se inclinó para saludar a la bandera, con los pies juntos y la mano derecha en el corazón; luego comenzó a calentar. A Blas no le hacía falta, ya entraba bastante caliente con su dosis de rabia habitual; Hugo sí, con unos cuantos estiramientos.
            —Un día de estos le partiré las piernas —le dijo Blas a Hugo, dándose pausados puñetazos en la mano izquierda.
            —Mucha suerte —respondió. Se preparaba para hacer flexiones. Chiqui entrenaba por su cuenta.
            —¿Es que tú no tienes ganas de acabar con él? —insistió Blas sin dejar de mirar a su enemigo.
            —Sí —afirmó—; pero hoy por hoy sé que me es imposible.
            —¿Por qué?
            —Porque si me arrea un puñetazo en la boca, estaré tragándome dientes hasta Navidad, y le tengo muchísimo cariño a mis empastes. —Tenía fatiga.
            —Eres un cagao de mierda… —Volvió a golpearse la mano izquierda.
            —Soy realista. Es el mejor, no lo des más vueltas.
            —¡Incierto! —bramó—. Lo aplastaré. ¡Sus costillas sonarán como si pisase a una cucaracha! —Mordió su labio inferior mientras se daba más puñetazos en la mano. Hugo paró de hacer flexiones y, mientras se secaba el sudor, añadió:
            —Cuando te vea mejorar, yo mismo te ayudaré a aplastarlo —afirmó—; pero a día de hoy no podremos.
            —¿Cómo que no? ¡Ahora mismo! —gritó y se encaminó hacia Chiqui.
            —¡Eh, tú, maricona! —le dijo. El aludido no dejaba de hacer abdominales—. Te estoy hablando a ti, payaso. ¡Mírame! —Chiqui contaba hasta diez en coreano: Hana, dul, set, net, dasot, yosot, il gop, yudop, ahop, yeol. Una vez terminados los diez primeros, contó otros diez. Blas se irritaba—. ¡Mírame! —Esta vez, Chiqui le hizo caso y se detuvo. Flexionó las piernas, dejó los antebrazos apoyados en las rodillas y giró la cabeza. Lo miraba con aire distante—. Sabes que tengo muchas ganas de darte dos hostias, ¿verdad? —Volvió a golpearse la mano—. ¡Levántate! —El aludido reanudó las abdominales, lo que hizo enfurecer más a su atacante. Se ruborizó de ira; parecía que se le iban a salir sus ojos saltones—. ¡Eres un marica! —Le salpicó de babas al gritar—. Te crees muy guapo por llevar los ojos pintados. ¿También te pintas las pelotas?
            —Claro que sí —respondió, volviendo a copiar el gesto de antes, sin quitarle de encima la vista que tanta envidia le provocaba. Blas se sorprendió. Su boca se cerró al instante—. Y la punta del capullo. ¿No te lo ha dicho tu madre?
            El rostro de Blas comenzó a hacer muecas de desagrado, en un tono tan rojo como el punto céntrico de la bandera que tenía a su espalda. Le sudaba la frente y sus ojos lagrimeaban llevados por la ira, pero dando la sensación de estar soportando el fuego que genera una comida picante.
            —¡Te mataré, hijo de puta! —gritó y dirigió un derechazo al rostro de Chiqui, quien se retiró y dejó que su agresor aterrizara contra la columna acolchada—. Ugg… —Bramó Blas. Se giró y miró a su rival—. ¡He dicho que te mataré, cabrón de mierda! —Corrió hacia él con los brazos abiertos en cruz. Chiqui le frenó extendiendo la mano, contra la que chocó el apresurado envidioso. Los pelos de la barba rasparon la tensa palma mientras el mentón de Blas ascendía perdiendo el equilibrio. Cayó de espaldas. Desde el suelo soltó una patada frontal con todas sus fuerzas. Su envidiado enemigo se encogió al sentir un pinchazo en la rodilla, momento en que el encolerizado del suelo aprovechó para patearle la cabeza. A Chiqui le retumbó el cráneo; sintió como si el cerebro se desplazase momentáneamente para después regresar a su lugar. Los dedos de las manos se le quedaron adormecidos, como con estrellitas de picor recorriendo cada uno de los huesecillos; pero aún había más: el suelo del gimnasio dejó de ser azul cielo para convertirse en una nube blanquecina, borrosa. Parpadeó varias veces y el resultado seguía siendo el mismo. Se miró las manos, donde vio una lánguida capa de piel obnubilada. Se asustó—. ¡Te voy a pulverizar, maricona! —Antes de que el puño de Blas impactase contra Chiqui, cinco dedos lo agarraron, inmovilizándolo sin opción de escape. El atacante miró a su maestro, quien sin quitarle sus entrecerrados ojos de encima, le apretaba la mano con todas sus fuerzas.
            —No pelea —anunció sin cambiar un gesto en su amarillenta tez. El chico insistía en mover el brazo, pero le era imposible. Cuando el maestro lo soltó, el muchacho se vio vencido por su propio peso, trastabillando. Chiqui miró al instructor. Primero lo vio como una fina línea, después fue tomando forma y de lo borroso pasó a la clara nitidez. Volvió a parpadear y se frotó los ojos. Echó un vistazo alrededor y lo vio todo con claridad. Su vista estaba perfecta—. ¡Kyongne! —les gritó a los dos alumnos. Quería que saludaran, y así lo hicieron—. Solo peleal en combate —volvió a decir—. Seguil con entleno
            Se fue.
            —Mañana te reventaré en el combate —amenazó Blas.


4

A las 21:47min, después de caminar media hora para regresar a casa, Chiqui abría la puerta. Vivía solo, en una casita alejada del barrio que heredó de su abuelo, con quien se crio desde bien pequeño. No tenía calefacción ni agua caliente; estaba acostumbrado a ducharse con agua fría, pero solo soportaba la tortura por las mañanas y las noches de los martes, viernes y fines de semana, ya que los demás días aprovechaba la ducha del gimnasio. Antes de acostarse salía a recoger troncos para hacer una buena lumbre con la que pasar horas leyendo, siempre arropado por el crepitar del fuego.
            Estela le hacía compañía por las tardes, y había días que se quedaba a dormir con él. Tenía un cuarto de baño pequeño, y el comedor, la cocina y la cama en la misma habitación. Un televisor de los primeros de cuando se inventó el color, pero que no utilizaba. No le interesaba la vida de nadie, y eso era lo único que contaba la pequeña caja de imágenes. Prefería usar la imaginación, devorar páginas y ser partícipe de las historias que leía.
            En un rincón conservaba el wooden dummy* de su abuelo (donde su chica colgó el abrigo el primer día al confundirlo con un ropero). Todas las noches entrenaba con él, sin excepción. A veces Estela se despertaba de madrugada y le veía golpearlo. Lo miraba desde la cama, aunque se hiciese la dormida y él pensara que ya podía pasar un camión por encima de ella que no se iba a enterar.
            Dicho así, Chiqui parecía vivir en la pobreza, no tener apenas nada; sin embargo, lo tenía todo. Tenía una novia que le quería y no necesitaba más.  Era feliz.
—Ya estoy en casa —le dijo a su niña (como él la llamaba). Era miércoles, y eso significaba pasar la noche juntos.
Ella se acercó a besarlo; él la rodeó con sus brazos.
—La cena está lista, cari.
—Genial —respondió y la besó una vez más.



5

            —¿Qué tal el entrenamiento? —preguntó Estela mientras cenaban. Le apartó el cabello de la cara para que no le cayesen pelos en el plato, y además, para verlo mejor—. Así estás más guapo. —Le besó en la mejilla.
            —El imbécil de Blas ha vuelto a las suyas —respondió Chiqui. Le dio a su chica una patata frita con kétchup; ella abrió la boca y mordió.
            —¿Otra vez?
—Así es.
            —Te tiene envidia, cariño.
            —Lo sé.—Untó otra patata en la salsa—, pero no va a cambiar nunca. Su rabia no se lo permite. —Volvió a ofrecerle comida a su chica, quien una vez más, abrió la boca para recibirla.
            —Peor para él —contestó mientras masticaba—. ¿Me das otra patata?
            —Solo si me das un beso.
            Estela rio.
            —Vale. Hecho. —Se apartó la melena oscura de la cara y le besó—. Ahora ya puedes darme la patata.


*Muñeco de madera que se utiliza para entrenar.


Chiqui negó con la cabeza.
            —Eso solo ha sido medio beso. Se puede mejorar.
            Ella volvió a reír.
            —Qué morro tienes…
            »Muy bien —añadió—. Prepárate. —Se incorporó y se acercó a él. Lo miró con fijeza varios segundos, al mismo tiempo que se humedecía los labios; después, se trenzó el cabello con sus propias manos y lo echó hacia un lado. Rodeó el cuello de su chico con los brazos, y entonces le comenzó a besar, moviendo la boca lenta y despaciosamente—. ¿Qué tal ahora? ¿Ha sido mejor? —le preguntó mirándole los labios. Chiqui colocó sus manos en la parte baja de las caderas de Estela.
            —Sí —afirmó—, mucho mejor.  Ahora es mi turno.
            Los achicados y negros ojos de Estela se abrieron.
            —Uy… Te temo.
            —Yo a ti te amo.
            Las patatas quedaron frías.

           

6
           

Chiqui le quitó la camiseta a su chica y la tumbó sobre la cama. Empezó a recorrer su cuerpo con pequeños besos pasionales. Ella le abrazaba y acariciaba a la vez, deslizando las suaves manos por su espalda.
            —Abrázame, mi amor —le dijo Estela.
            Él obedeció y así lo hizo. Eso y muchas más cosas de adultos en el cuerpo de dos adolescentes.




7


Cuando terminaron de hacer el amor, ambos se abrazaron. Estela siempre se recostaba sobre el pecho de Chiqui y él la acariciaba. Volvieron a hacerlo así, y ya podían pasar horas que ninguno de los dos se enteraba del avance del tiempo.
            —¿Ya no quieres más patatas? —preguntó él. A ella le dio un ataque de risa.
            —Qué bobo eres —dijo riendo—. Pero me encantas. —Lo besó.
            —¿Mucho?
            —Mucho —Volvió a besarlo—. ¿Sabes cuánto es mucho?
            —¿Con cada respuesta me darás un beso? —preguntó, ilusionado.
            —No sé… —Ella sonreía—. Prueba a ver.
            —¿Todo esto? —Extendió los brazos en su totalidad para simular algo grande.
            —Muchísimo más.
            Volvió a besarlo. Él la peinó con sus propias manos. Estela tenía la carne de gallina. Sentía una sensación placentera y relajante.
            —Listo —anunció Chiqui. Ella se dio la vuelta, le empujó contra la cama y le dio un beso.
            —Cada día te amo más —anunció.
            —¿Si te pregunto cuánto me amas me darás más besos con cada respuesta?
            Estela volvió a reír. Fue él quien la besó.



8


Durante la noche, cuando hasta el ulular del viento descansaba en silencio, paralizado en su propia y gélida función, el ventanuco de la casa fue presa de una capa de hielo que crecía y empañaba el cristal con un vaho blanquecino. Tras él, una composición abstracta parecía soplarlo, dejando un círculo en mitad del marco de madera. Era como si una boca expulsase su cálido aliento por fuera de la vivienda. Poco a poco el redondel de vapor fue descomponiéndose, desligándose en dos partes rebeldes, dejando dos pequeñas circunferencias transparentes, igual que las concavidades vacías de una calavera, pero al mismo tiempo, llenas de vida invisible. Parecían dos ojos intentando captar lo que ocurría en el interior, o tal vez, presenciar lo que iba a ocurrir.
            El wooden dummy se giró hacia un lado. Su cuerpo de madera sonó como el irritante pitido que emite una tiza al frenarse contra una pizarra; después —aunque con un sonido más apagado— hizo lo mismo al volver a su posición de reposo, momento en que los dos ojos de la ventana se agrandaron entre un pausado chiflido contra el cristal, igual que si un niño estuviese ahogando la boquilla de un globo, abriéndola para soltar un poco de aire y, acto seguido, cerrándola para retener la vida de su interior.
            El fuego amplió su llama, emitiendo el fogonazo característico y el “flu-úf” de una caldera de gas al arrancar. Al escucharlo, el muñeco de madera quiso prestarlo atención, girando hacia la lumbre. En su cilíndrico cuerpo tintineaba la luz del calor y lo hacía resplandecer como si estuviera bañado con barniz. Copiaba la función de una pantalla proyectando diapositivas; en esta realidad, las llamas gesticulaban formando desfigurados cuerpos en una beligerante lucha. Las tonalidades —más agresivas en cuanto a calidez— se retorcían en un doloroso crepitar, como si se estuviesen machacando en continuos embistes.
            Chiqui se incorporó sobresaltado. No sabía explicar por qué o qué le había hecho ponerse en guardia. El creciente fuego captó su atención, aunque no vio nada fuera de lo normal, tan solo llamas. Alborotadas, en rebeldía, pero solo era un fuego. Sin embargo, algo le hizo fijarse en el wooden dummy. Al igual que con la chimenea, la luz del muñeco no le decía nada. No obstante, se levantó para verlo más de cerca. Algo, llamado “x” —como en las ecuaciones de las que tanto se burlaba Blas— requería de su presencia.
            Se fue acercando a él con cautela. Seguía sin saber por qué. Todo lo raro tenía un “por qué”. Por qué se había despertado con tanta brusquedad, por qué caminaba con prudencia en su propia casa cuando la puerta estaba cerrada y en el interior solo se hallaban su chica y él. ¿Por qué?
            —¿Por qué me mira un tronco que jamás ha tenido ojos? —Se lo preguntaba porque así era. El muñeco, aquello con lo que siempre había entrenado desde que su abuelo se lo regaló y le enseñó golpes de Kung fú, de repente tenía vida propia. Estaba vivo. Pinocho no era solo un cuento de niños. Chiqui tenía delante de sus ojos un pedazo de madera con vida—. ¿Qué pasa aquí?
            Los brazos del muñeco empezaron a girar. Primero muy despacio, como la rueda de una bicicleta que va reduciendo su velocidad, pero a la inversa; después, más rápido, lo que en vez de parecer brazos de un wooden dummy, parecía una ruleta de casino.
            Todo rojo, Chiqui.
            —¿Eh? —No comprendía.
            El rojo de la sangre.
            Lo escuchaba. Tampoco sabía de dónde ni quién se lo decía. Se resistía a pensar que pudiera hacerlo un pedazo de madera.
            Todo negro.
            —¡¿De qué cojones me estás hablando?! —vociferó. Le protestaba al muñeco, o tal vez a esa ruleta veloz que le mandaba apostarlo todo al rojo y después al negro.
            El negro de la oscuridad.
            La habitación oscureció. Todo quedó en penumbra hasta que el oscuro silencio se vio interrumpido por un nuevo fogonazo: “flu-úf”. Las llamas crecieron hasta alcanzar la altura del pecho de Chiqui, lo que suponía un metro cuarenta de alto. El muñeco de madera descansaba oculto entre la negrura; el fuego solo dejaba visible los dos ojos del ventanuco, en los mismos que, achicándose un puntito diminuto, como una pupila cuando le llega luz, empujaron a la claridad un asombroso redondel resplandeciente, en donde unos números —de esa ruleta de todo al rojo y todo al negro— bailoteaban por el vacío del cristal como arañas correteando por su propia tela.
            18… 12…15
            —APUESTA AL ROJO, CHIQUI. EL NEGRO LO TIENES ASEGURADO— La voz llegó del muñeco, a quien el chico no veía pero del que podía sentir un agobiante aire, como un ventilador girando sin cesar.
            El fuego crepitó una vez más, provocando un estremecedor quejido. Se formaron figuras. Luchaban. Sufrían. Gritaban.
            Un exceso de luz proveniente de la chimenea le hizo retirarse, yendo a parar contra el cristal de la ventana. En el vacío derecho afloró un 18; en el izquierdo un 12. Bajo ellos, formándose como si una mano invisible los escribiese en el vaho, y ante la atónita mirada de Chiqui, apareció un 2, luego un 0. Tras este un 1, y más tarde un 5.
            —18/12/2015.
            —TU PREMIO GORDO PARA MAÑANA.
            Al girarse para atender al wooden dummy, uno de sus brazos le golpeó de lleno en la cabeza.
            Chiqui despertó, de nuevo sobresaltado; pero esta vez, despertó de la pesadilla.



9
           
           
—¿Qué te pasa, mi amor? —preguntó Estela cuando lo escuchó gritar. Chiqui permanecía semisentado en la cama, con una mano en el pecho mientras el sudor invadía su torso desnudo. Su rostro —pálido como el de un muerto, sin necesidad de maquillaje— emitía muecas de esfuerzo, igual que si estuviera a punto de vomitar—. Cariño, ¿estás bien? —insistió a la vez que le acariciaba el hombro. Él se dio media vuelta para sentarse. Al apoyar los pies en el frío suelo, su cuerpo botó, sintiendo un pinchazo de lucidez en el cerebro. Volvía al mundo real.
            —Ha… —No podía hablar; su voz era un entrecortado susurro. Su gélido abdomen subía y bajaba, y lo hacía parecer un recipiente cuadrado de cubitos de hielo.
            Estela le abrazó por la espalda. Pudo notar en sus brazos el acelerado latido cardiaco de su chico retumbándole por todo el cuerpo.
            —Respira tranquilo —intentó tranquilizarlo—. Solo ha sido una pesadilla. —Apoyó la cabeza en el hombro derecho de su novio mientras le besaba en la mejilla; después, le revolvió el cabello con dulzura, añadiendo otro beso más en la nuca. Los ojos de Chiqui, abiertos como dos portones, enarcando las cejas para posteriormente parpadear con mucha fuerza, como si le costara ver con claridad, miraban el ventanuco, donde una perfecta capa helada cubría el cristal, nada más.  A continuación —a la vez que Estela le seguía acariciando— miró el fuego, en calma, con una vaga llama. El wooden dummy seguía en la posición que él lo había dejado la noche anterior después de haberlo golpeado.
            El joven se levantó. Estela se preocupaba al verlo así de nervioso.
            —¿Adónde vas? —le preguntó. Él, sin responder, se acercó a la ventana. A medida que lo hacía un frescor le iba atravesando el pecho, haciendo que las gotas de sudor que lo recorrían se congelaran y le hiciesen arroparse con sus propias manos. Cuando llegó se quedó mirando el cristal, escrutando con detalle la gélida capa que lo cubría. Su novia también se levantó—. Mi amor, me estás asustando —le dijo, intranquila. —Chiqui colocó su mano derecha en el cristal. La dejó un rato pegada a él; era como tocar la puerta de un congelador, completamente inofensivo. Tras retirarla, se acarició la yema de los dedos con el pulgar, como si tuviese una diminuta bola a la que dar forma en pequeños círculos—. ¿Qué hay ahí? —le preguntó ella. Él, sin responder, pasó la mano por la ventana, dejando en el cristal la huella de una gruesa curva. Veía un pobre reflejo de los dos, nada más.
            —Volvamos a la cama —dijo Chiqui sin dejar de mirar la ventana.
            —¿Seguro? ¿No te ocurre nada?
            La miró. Le colocó el pelo detrás de las orejas antes de besarla; después, añadió:
            —No. Solo ha sido un mal sueño.
            Volvieron a besarse, más tranquilos.  



10


El cristal de la ventana que aturdió tanto a Chiqui en el sueño, dejaba pasar un potente foco solar. Los ojos de Estela se quejaban de la luz, entre un bostezo insonoro y una mirada rápida a la parte vacía de la cama. Su chico no estaba allí, ni tampoco pegando al muñeco de madera. No escuchaba caer agua en la ducha. No estaba dentro de la casa.
            Se incorporó para mirar por la ventana. Cuando vio que estaba en el exterior, su preocupación se esfumó dando paso a una sonrisa. Chiqui hacía flexiones con los nudillos.
            —¿Sin camiseta en pleno mes de diciembre, chico duro? —le preguntó desde la puerta. Él dejó de hacer ejercicio para mirarla.
            —Y tú sin pantalones. —Ambos rieron.
            Estela vestía una camiseta holgada, tanto que cubría sus rodillas. Era de Chiqui, y siempre se la ponía para dormir cuando pasaba la noche con él.
            —Buenos días, princesa. —La besó mientras agarraba su cintura. Ella se arrimó más y le abrazó—. No te arrimes tanto que estoy sudado.
            —No importa. —Le dio otro beso.
            —Tengo que ducharme —dijo él, despegando los labios tan solo unos milímetros; el calor de los dos alientos se unía de la misma forma que se unían sus bocas con un beso pasional.
            —Cierto —respondió la muchacha—; y yo también. Pero… —Se detuvo. Le miró a los ojos, colocándole el cabello detrás de las orejas; después le miró los labios, y una vez más, a esos iris envidiados por los chicos y tan deseados por las chicas—. … Yo sola pasaré mucho frío, y no querrás que me resfríe, ¿verdad?
            Él rio.
            —Sentirás calor —respondió—. Te lo prometo.

Si quieres saber qué será de Chiqui y Estela, no lo pienses más y hazte con la novela aquí: 

viernes, 3 de marzo de 2017

La brújula de la vida



¿Por qué está dentro de todos los hombres la tristeza? (Ana María Matute. Pequeño teatro).

Un segundo contigo o toda la vida sin ti (Mikel Erentxun. Grandes éxitos). 

Nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo y no en el resultado. Un esfuerzo total es una victoria completa (Mahatma Gandhi).



El camposanto de humanos es el vertedero de aquello de carne y hueso que una vez tuvo sentimientos. Dan igual los órganos, da igual lo que poseyeran o de lo que carecieran, el fin de la tierra de los muertos es recoger y ocultar lo que una vez estuvo vivo y sintió. Un vertedero de residuos no cuenta con nada que haya sentido en su corta o larga vida. Un juguete puede ser muy bonito a la vista: por sus colores, por su forma, por sus ojos si se trata de muñecos o peluches… Una maravilla, sí, pero no sienten. A un muñeco le partes una pierna y no grita; si lo pisas, no se queja, y si lo rompes o se rompe, se estropea o pierde, puedes reemplazarlo por otro igual. Quien lo siente es el niño, niña o adulto que lo quiere, no él. Por ello, el cementerio que lo recoge carece de sentimientos. Una vez allí, los ojos solo aprecian material inutilizable, nada más; y ese niño, niña o adulto que tanto lo quería, con los años, se olvida de él.

“Una vez tuve un payasito al que le apretaba la mano y sonreía, y una muñeca a la que peinaba todos los días. Tenía el mismo peinado que yo, y el mismo diseño de mis vestidos. La quería mucho”.

“La quería mucho”. La quería, ya no la quiero porque era una muñeca que con los años, con el avance de la vida,  dejó de existir. Queda en el recuerdo en un momento puntal, quizá para decirle a un niño que una vez su mamá la tuvo entre sus brazos cuando era pequeña. A esa y a una tal Nancy, y otra más llamada Barbie, y hasta una que parecía tan real que había que cuidarla como a un bebé, darle el bibe y cambiarle los pañales. Cuando se trata de darle el biberón a un bebé, cuidarle y cambiarle los pañales, ¿dónde queda el sentimiento hacia la muñeca? Completamente comprensible. ¿Por qué? Porque nunca pasará de ser, y haber sido, un juguete.

 En el cementerio de humanos, los habitantes dejan pena y dolor en el aire, dentro de hogares y de cuerpos vivos. Los familiares quieren morirse para estar con ellos, porque aunque pasen años y solo queden huesos, siguen siendo igual de importante e insustituibles. Algunos, en vida, fueron bellos por fuera: por su color, por su forma, por sus ojos…

Y, ¿por dentro? 



*****   


Se formó una especie de rayo sobre la tierra. Un símbolo semejante al de una raíz cuadrada separaba el suelo en dos mitades. Bajo este, empujando con sus últimas fuerzas, y después de horas escarbando, asomaba una huesuda mano. Tras renacer, se abrió como la flor que ofrece sus pétalos al sol que la recibe en una mañana primaveral. Aquí, el tiempo llegaba cargado de lluvia y gélidos soplidos de viento. El miembro descarnado creció en altura, y una vez que quedó todo el brazo al descubierto, la mano quiso copiar el gesto de un vagabundo mendigando unas monedas. La falange distal de cada uno de los cinco dedos, ese trocito de hueso en donde unas largas y negruzcas uñas, pero tan finas y encorvadas como garfios, señalaban a lo alto del firmamento. La agrupación de carpianos y metacarpianos, en función de una palma carente de piel y carne, parecían haberse congelado de pronto; tal vez a la espera de recibir algo, de que alguien llegase y le estrechase su mano, entrelazase sus recubiertos dedos con cariño y le diese un suave tirón, en compañía de un: bienvenida de nuevo. Este es tu mundo. Pero no; por más que desease esa muestra de afecto, se detuvo para respirar, como si ese grupo de huesos estuviese recopilando en su interior todo el aire del que no había recibido durante muchos, muchos años bajo tierra. Se supone que las manos no pueden respirar, pero tampoco los muertos regresan a la vida, y este, lo hacía.

            Mientras los restos de tierra caían de los cinco enclenques huesos, igual que si fuesen posos de café, una gota de lluvia golpeó en la mitad del trapecio. Se presentó como una gota divina, ya que la exactitud de la caída no podía estar más controlada. Al impactar, se dividió en diminutas y relucientes gotitas saltarinas… Qué poco dura la vida de una gota de agua, ¿verdad? Lo mismo que la de una lágrima. A ambas les cuesta nacer. Pueden pasarse años enteros dentro de las nubes y de los ojos, que tan solo basta un simple parpadeo o la voz de alarma de un trueno para que caigan en cadena. Su sabor salado, cuando se trata de una lágrima, asocia la sal con la salida. “Sal, venga. Sal ya. Demasiado malestar; y la agonía de este ser, tiene que cesar”.

            Agonía, calvario y sufrimiento en general, era lo que llevaba soportando bajo tierra el esqueleto que, por fin, gracias al cielo –lo único que parecía alegrarse de su vuelta- dejaba de mantener las piernas estiradas para volverlas a mover.



*****


Al brazo derecho lo siguió el izquierdo, después de que la calavera saliera al exterior como si fuese el tallo de una planta pero agrupando todos los días de cultivo, para así, emerger de entre la tierra a una velocidad impropia si se tratase de un vegetal; pero no, era un esqueleto, un grupo de huesos ansiosos por volver a la vida. El conjunto de la parte izquierda se apoyó sobre la tierra tras un feroz zarpazo. Las uñas, a medida que los huesecillos se cerraban en forma de garra, se clavaron en la superficie de igual manera que el gancho de un anzuelo atravesando la boca de un pez.

            El cráneo descerebrado, pensando por instinto al no mantener ese órgano encargado de ordenar al resto del cuerpo, se adueñó a su antojo de todas las partes de la calavera. La mandíbula se desencajó como si fuese una trampilla. Parecía querer salir de ella un grito de horror, pero solo caía tierra. Más que una boca, daba la sensación de ser un saco de arena. Las concavidades se mostraron ocultas al mundo. No había ojos en su interior, pero sí dos sólidas piezas de tierra seca. Las cuencas, durante tantos años por debajo del mundo, actuaron como moldes de plastilina.

            Echó el cráneo hacia atrás, se impulsó y, en lo que los huecos de las costillas se desprendían de la tierra que los estorbaba, asomaron las rótulas y los dos fémures que las incitaron al exterior. La fuerza de salida dejó al aire libre tanto a tibias como a peronés.

            Tras un respiro –con mezcla de alivio y cansancio- los metatarsianos se movían para que las falanges asintieran muy despacio, como quien mueve las articulaciones para que la sangre regrese a ellas después de estar un tiempo entumecidas. En este caso, ya no había sangre por ninguna parte. Su cuerpo era duro como una piedra; los años enterrado lo dejaron sin carne, sin órganos y sin piel, pero no consiguieron pulverizar los huesos, por mucho que hubieran destrozado el ataúd hasta perderlo a cachos entre la tierra.

            No había tiempo que perder. Volvió a impulsarse para terminar de sacar la pelvis y ponerse en pie. Primero, se ayudó de las rótulas y se colocó de rodillas (era lo más fácil); y después, arriba, empapado de cráneo a falanges por culpa de la lluvia que estaba cayendo. Llevar cerca de veinte años enterrado hace que, una vez que vuelves a experimentar lo que es ponerse en pie, te sientas como el monstruo de Frankenstain al dar sus primeros pasos. Así se sentía el renacido esqueleto.

            Llevó las uñas de sus falanges distales a donde una vez tuvo ojos; las clavó y, como si estas fuesen el palo de un helado casero, preparado a base de un yogur congelado, tiró y los dos moldes de tierra salieron de una sola pieza, desintegrándose a escasas décimas de segundo. En las costillas la tierra no se había endurecido tanto, pero en las cuencas, sí. El cuerpo vítreo, hasta que desapareció por completo, dejó unas húmedas concavidades que terminaron por secarse y secar su interior, obteniendo dos endurecidos puñados de tierra… El ataúd lo abandonó unos cuantos años atrás.

            Giró el cráneo a un lado, de esta forma, se aseguraba de que saliese por el orificio temporal toda la tierra que almacenaba el interior; después, al otro lado. No era mucha, por lo que no tardó demasiado.

            Libre, totalmente libre.

            Los habitantes del camposanto descansaban en un eterno sueño del que, a excepción de este esqueleto y alguno más por ahí, con una historia para contar o que ha sido contada en otro lugar,  jamás despertarían.

            Dejó de llover tras un fuerte resoplido del viento. Los restos de tierra repartidos por el esqueleto salieron volando como perdigones. Las partículas de suciedad crearon un arcoíris extraño, y que poco a poco, fue mezclándose en el cielo, dándole  un momentáneo tono cálido; acto seguido, las estrellas, titilando como párpados al pestañear cada escasos segundos, contrastaron el color, dejando un oscuro, pero, a la vez, iluminado firmamento. 

            Bienvenido de nuevo. Date prisa.



*****

No solo se detenían sus cortos e inestables pasos, sino también, el tiempo. Para el raquítico ser, cada pisada le parecía ser la última. Necesitaba que la tibia y el peroné girasen como una rueda céntrica contra el fémur para que los huesecillos del pie quedasen en el aire, y ya después, avanzar con una pisada.

            Había nacido; luego aprendió a andar después de veinte porrazos diarios contra el suelo (y lágrimas). Después, ya crecidito, murió. Ahora, después de regresar a la vida, tenía que volver a aprender a andar, y cada choque de sus huesos lo sentía como el cambio de una cadena de bicicleta al crujir contra los piñones. El gélido viento no ayudaba en su afanada tarea por volver a vivir.

            El aire conseguía que sus inquietas costillas flotantes, medio sueltas y oscilando por la fuerza del viento, igual que si fuesen colgantes con reducidos colmillos de elefante, no dejasen de moverse, lo que convertía al esternón desprotegido en un congelado bloque. La cantidad de veces que en vida había sentido una presión en el pecho…; primero lo vivió en sus propias carnes, y ahora, en sus propios huesos.

            Las dos concavidades comenzaban a cristalizarse. La helada estaba siendo muy poderosa; por ello, mientras la mandíbula se movía como una grapadora inquieta, haciendo castañetear los pocos dientes que quedaban intactos, los lánguidos brazos de hueso intentaban arroparse con la imaginación. Parecía acunar a un bebé insistente, pero nada más lejos de la realidad. Solo era un pobre saco de huesos intentando resguardarse del frío, pero sin desistir en su lucha por lograr su objetivo.

            Pisar el suelo del cementerio, descalzo de los zapatos de carne que le acompañaron durante treinta años de vida, era para él como caminar por una carretera empedrada.

            No oía; no veía. Solo sentía. Frío, sobre todo; pero también… Sentía. Podía sentir.

            A medida que avanzaba con costosa dificultad, y medio encogido, varios habitantes del cementerio –esos muertos muy vivos que descansan en la tierra y velan a sus propios cuerpos por medio de su alma- veían cómo el esqueleto se las apañaba para salir de allí. Este, con las rótulas medio unidas, en una posición de “s” con cada una de sus piernas a causa del frío, sintió un soplido que aturdió su cráneo. Fue como si una moto pasase a gran velocidad por su lado; y después, otra más.

            Ante él, con rostros abstractos, como si lo que le miraba fueran nubes verdosas y con el don de poseer dos ojos movibles pero escrutadores, emergieron dos de los espectros mencionados. Cada una de sus cabezas parecía flotar, igual que si estuviesen luchando contra la fuerza de la gravedad. Sus órganos de visión, dando vueltas alrededor del rostro, sobresalían considerablemente, como el objetivo de las antiguas máquinas fotográficas. Con una lentitud pasmosa, cada ojo se acercaba a la calavera, pero sin necesidad de mover un solo centímetro de su cuerpo fantasmal. Si el saco de huesos pudiera verlo, caería de horror. Esos ojos tenían la particular función de ecógrafos del más allá, girando a un lado y a otro por medio de una diabólica mirada; sus bocas, anchas, cada vez más y más anchas, se abrían con esbozos macabros, dejando tras ellas una hedienta bocanada verdosa.

            Le olfateaban como perros ansiosos, pero con un poderío inútil para con él. No suponían ningún tipo de impedimento ni frenaban su camino; el esqueleto no veía, no olía ni oía, y lo poco que llegaba a sentir, no era físico, no a través de su estructura, sino muy dentro, en ese espacio en donde una vez una caja torácica resguardaba su corazón, vacío a la vista, y sin embargo, a rebosar de emociones. El que chocase contra la brutalidad de los espectros, embistiéndole como toros bravíos pero fabricados con humo de otro mundo, no era suficiente para entorpecer sus afanados pasos. Había renacido para llevar a cabo una misión. Nadie frenaría su camino, por más que las almas –frustradas al verse presas para siempre dentro de un cementerio tan maloliente como sus sílabas abstractas- quisieran interponerse en él. Sentían rabia porque el esqueleto se iba, abandonaba el lugar de descanso eterno para continuar el camino que dejó incompleto años atrás. Él no pudo continuarlo porque la muerte se lo arrebató injustamente; no obstante, tanto las dos almas que revoloteaban a su alrededor como las demás que, quedándose en la lejanía, solo como meras espectadoras de lo nunca antes visto, envidiaban la resurrección del esqueleto, decidieron en su día poner fin a su existencia. No era su hora; no estaba escrito que tenían que dejar el mundo de los vivos para habitar la oscuridad. Ellas lo quisieron; por ello, el destino –acertado e injusto al mismo tiempo, según se mire- se encargó de retenerlas para siempre. En el más allá no se admite el suicidio, no tiene lugar. No existe una habitación, ni tan siquiera un rincón para quien decide poner punto final al regalo que le otorga la naturaleza. Se nace para vivir, para luchar, para sufrir y reír. Todo va incluido en el mismo pack, de principio a fin. Solo el destino conoce lo que dura la vida de cada uno. Si la propia persona se empeña en alterarlo, las consecuencias son claras e inevitables: una muerte entera dentro del camposanto, tanto en cuerpo como en alma, sin retroceso ni avance.

            El esqueleto seguía avanzando. Las almas condenadas no desistían en intentar frenarlo, pero con cada intento fallido, su composición fantasmagórica ardía en cólera; era como si el cráneo chocase contra una nube, como si el resto traspasase una bocanada de humo. Solo algo sólido impediría su marcha, y ninguno de los espectros poseía nada para mantenerlo allí.

            Se va.

            Lo consigue.

            Y así era. El esqueleto, con el mismo empeño y esfuerzo que el que mostraba desde que había salido de la tumba, atravesó el portón abierto de hierro que, en su día, muchos años atrás, se abrió para darle la bienvenida a un lugar del que nadie sale una vez muerto. Nadie, excepto él.



*****


Su instinto era como la flecha de una brújula señalando el camino correcto. Todos tenemos una en el interior, y encontrarla es tan sencillo como detenerse a escuchar el latido más profundo con el que se hace notar el motor del cuerpo en determinado momento. Percibirlo es acertar en el camino. Si se le presta la debida atención, puede que haya baches pero jamás curvas, solo una recta pasarela de luz. Los días nublados se antojarán como los espectros incapaces de frenar al esqueleto: aparecen pero no dañan. En el verdadero camino siempre vuelve a salir el sol; cuando se nubla para siempre, es que la persona no ha sabido escuchar el latido y, su instinto precipitado, no es más que un circuito en derredor del que nunca encontrará salida. El verdadero no se equivoca nunca.

Los ojos engañan, a veces viendo lo que no es real; la brújula de la vida, jamás. Si la vista fuese tan importante estaría dentro del cuerpo, quizá también bajo capas de piel y carne, como el resto de los órganos de mayor valor. Los ojos no simbolizan nada, y en cambio la brújula de la vida lo simboliza todo. Con un poco de atención, tan solo con una pizca de atención, esos ojos pueden pasar a ser los encargados de proyectar la película que cada ser humano contempla cuando los párpados están abiertos; y nunca, nunca, actuar para derramar penas innecesarias.

El esqueleto se sabía la lección, y aunque todos sus huesos terminasen abrazados por una capa de hielo adherida a ellos, no descansaría tranquilo si no cumplía su misión. No murió tranquilo. Se removió dentro de la tumba día tras día, ansiando el momento de volver al mundo de los vivos, a un mundo desaprovechado y muchas veces relleno de gente que no lo merece. Podría decirse que a veces se presenta como una cárcel, en donde los mayores culpables siguen en libertad y los inocentes son sometidos a un injusto calvario. Quien tiene vida se queja de lo que no tiene, sin parar a pensar que posee más que muchos a quienes no se les ha dado la oportunidad de vivirla. Para ser feliz o para sufrir. Da igual; simplemente, vivirla.

Cayó al suelo. La parte frontal del cráneo se golpeó contra la calzada, y él pudo sentirlo como el humano al que se le congela la frente bajo un potente chorro de agua helada. Ese dolor característico era el que soportaba el esqueleto después del golpe. No dolía. El dolor también necesita estudiarse. Los golpes y las caídas se asocian con dolor, pero que levante la mano quien no haya sentido nunca más dolor con algún golpe o caída que no represente herida física. Preguntadle al interior, él os mostrará la cicatriz, si es que ha llegado a sanar o sana alguna vez. Los cosidos estéticos, no sirven.

El esqueleto no sentía dolor con el golpe porque no cabía más dolor en él. Un porrazo más, ¿y qué?, era lo que pensaría de poder hacerlo. Pero en vez de detenerse a aliviar esa molestia gélida, hizo fuerza con sus débiles manos para impulsarse una vez más, subir arriba y seguir adelante.

No sabía cuánto le restaba de camino; y además, su verdadera y única preocupación no era saber cuánto le quedaba a él.

Lo conseguiría. Estaba seguro. No tenía intención de desaprovechar el tiempo extra que tanto llevaba esperando.


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“En la oscuridad se ven las cosas más claras”. Eso dijo Santiago Bernal en “Amor en la oscuridad” cuando el protagonista de la historia se quedó sin vista. El muchacho era un experto en artes marciales, y alguien con un control absoluto de la mente y el cuerpo sabe que la vista engaña; por ello, fue capaz de golpear al agresor de su chica sin necesidad de ver.

            Cuando alguien no ve, se guía por el oído; y cuando alguien no ve ni oye, si guía por el corazón. No puede escuchar el latido, pero sí sentirlo golpear contra el pecho utilizando el tacto. El órgano acaricia la palma en fuertes pero pausadas sacudidas. Eso significa que la persona sigue viva, la brújula de la vida tiene fuerza y sabiduría.

            En la oscuridad, el esqueleto veía las cosas más claras. El camino no tenía pérdida.



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Era un pueblo pequeño, de no más de ciento cincuenta habitantes (cincuenta de ellos habitaban el cementerio. Ahora, cuarenta y nueve); y de esos cien que seguían con vida, una señora, de alrededor de sesenta años, se detuvo frente a la puerta de su casa cuando a lo lejos vio venir a lo imposible.

            -Estoy soñando –aseguró cuando los huesos andantes llegaban hasta ella.

            El esqueleto no desistía. Desde que salió del cementerio había caído hasta tres veces; pero en cada una de ellas, como si no le hubiera ocurrido nada, se incorporaba y seguía su camino.

            La señora, incrédula a pesar de que sus ojos no mentían (está vez sí veían la realidad), quiso acercarse más. Lo veía claro: era un esqueleto recién salido de la tumba. Su cráneo golpeado indicaba que no era de mentira, que no se trataba de ningún disfraz; a través de los huecos de las costillas era capaz de divisar el fondo del pueblo. Si pasaba la mano alrededor de estos, parecería un ilusionista mostrando al público que la caja en donde ha atravesado a su ayudante no tiene ningún fondo para poder esconderse. Era tan real como la vida misma: un zombi carente de carne; un saco de huesos bien vivo.

            Tan espeluznante como fantástico. La mujer escrutó con atención cada uno de los detalles; sin embargo, al llegar a las manos del esqueleto, sus ojos ya no giraron más. Una vez que vio la izquierda, no fue capaz de separar la vista de ella.

            -Esto no es un cuento de hadas –empezó a decir, sin dejar de mirar lo que tanto llamaba su atención-, es increíble, pero real. ¡¡ES VERDAD!!

            No soñaba. Sabía que no.

            -Sé a lo que has venido –añadió-. ¡Rápido!



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            -Adelante –La mujer abrió la puerta de par en par. Es esqueleto no oía nada de lo que decía, y ni siquiera sabía que ella estaba ahí. Seguía guiándose por la brújula de la vida, la brújula de lo pendiente.

            Tras la puerta, dentro de un viejo camastro, y alumbrada tan solo por la tenue luz de dos velas, una mujer se debatía entre la vida y la muerte. El esqueleto se acercó a ella y se sentó encima de la cama; después, buscó a tientas las manos de quien fuera su amor veinte años atrás; y así lo había seguido siendo todos los años bajo tierra. Ella pudo sentir un gélido conjunto de huesos entre sus acaloradas manos, momento en que sus entrecerrados párpados se abrieron de par en par.

            Podría dar un grito de terror al ver ante ella a un horripilante esqueleto; sí, pero no lo hizo. Por el contrario, sus contraídos labios, marginando durante dos décadas a todo aquello que tuviese que ver con sonreír, esbozaron un placentero arco de felicidad.

Sabía que era él; sabía que delante de ella volvía a tener a su amor. Lo veía como siempre porque jamás se fijó en la carne que protegía al conjunto de huesos en que se había convertido. Su amor era todo interior; por ello, la vista reflejaba al chico que siempre vio, solo que por fin veía lo que nadie más puede ver, solo sentir. había dejado dolor, y ella quería morirse para volver a estar a su lado. Seguía siendo importante e insustituible (no era un muñeco).

La alianza que no había destruido la tierra –y la prueba que indicó a la primera señora que se trataba de él- confirmaba que sí, en efecto, se trataba de su amor.

            Ella  separó las manos por un instante, alargó los brazos y las palmas atraparon el cráneo desnudo. No podía colocarle el cabello detrás de las orejas, ni pasar los dedos por las mejillas. No había labios a los que besar. Las cuencas de él mostraban pena cristalizada, y dos gotas brillantes miraban a su chica como si fuesen pupilas. Era muy curioso que lo inexistente pudiera ejercer su función. Pero al igual que un muerto no puede regresar a la vida, y al igual que los ojos ven lo que no existe y lo que existe no lo ven, también son capaces de llorar cuando aparentemente no tienen vida.

            -Has vuelto –Sus manos subían y bajaban como si estuviese tocando el rostro de veinte años atrás-. Estás aquí, mi amor -La felicidad se había encargado de cerrar de un carpetazo los amargos años, dando al epílogo de su vida un final impropio pero altamente soñado. Jamás se habría imaginado volver a ver allí a quien fue toda su vida, al hombre con quien compartió su amor en la misma cama en la que ahora moriría. Allí nació todo, y ahora... ¿Moriría? Ella sí, el destino lo tenía escrito; el amor, eso nunca -. Has estado conmigo todos estos años -Tosió. Un abrupto ronquido retumbó en su pecho-. Ja... jamás te fuiste del todo.

            -En realidad, nunca se fue –intervino la señora que lo encontró en la calle, amiga de la pareja-. La muerte se lo llevó, pero él nunca quiso separarse tan pronto. No pudo luchar contra ello. Murió solo porque en ese momento tú no pudiste estar en el hospital. No te va a dejar. Se quedará hasta que tú ya no estés.

            -Entonces no me iré nunca –dijo ella, sin dejar de acariciarlo.

            -Contra eso tampoco puedes luchar –añadió, cabizbaja.

            El esqueleto la rodeó en un abrazo muy sentido, como nunca antes. No olía mal, era como si conservase el perfume de siempre. Ella también se abrazó a él. Los dos cubitos de hielo formados en las cuencas se deshicieron. La marea de lágrimas mojó el rostro de la mujer que, abrazada a su chico, bajó los párpados para siempre (sonriente y feliz).



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Al día siguiente, los cuerpos y las almas del cementerio dieron la bienvenida a una nueva compañera. Eran cincuenta y uno.

            La enterraron junto a su amor, los dos abrazados hasta que se convirtieran en polvo. Hubo sol durante el entierro; las nubes dejaron de llorar para siempre.

            La muerte no separa.