A mi primer amor,
porque esta historia la escribí para ella y prometí dedicársela.
1
La clase de matemáticas era un completo aburrimiento, en vez de
multiplicarse los números parecían multiplicarse las horas. Los ojos de Blas se
cansaban de mirar a la pizarra. No era buen día para soportar senos y cosenos;
él solo entendía de los primeros, en clase de anatomía callejera, fuera del
aula (y solo la teoría). Se le abría la boca, y no dejaba de dar golpecitos al
cuaderno con el bolígrafo, el mismo con que minutos antes, había dibujado a la profesora. Un óvalo hizo de cara,
al que añadió dos diminutos puntos como ojos y un triángulo para la nariz; dos
círculos asimétricos para los pechos (con el mismo pulso que el de un anciano
de ochenta años), y cuatro palos: los dos brazos y las dos piernas. Unos pocos
caracoles para el cabello y… Listo, ya tenía un bonito recuerdo de su profe de matacras. Añadió un bocadillo de cómic
donde, con letras grandes, escribió:
“CON TUS SUMAS Y ECUACIONES SE ME DUERMEN LOS COJONES. X+Y= ZUMBA QUE
TE DALE”.
Le enseñó la creación a su compañero de mesa, a
quien se le escapó una pedorreta por intentar contener la risa. Se hizo un
silencio sepulcral. La profesora ridiculizada en el papel se detuvo; sus dedos
se manchaban de polvillo mientras sostenía una tiza. Carraspeó y continuó.
—Casi nos caza, tío —dijo
el pedorro.
—No se empana de
nada. No problem.
El timbre sonó. El infierno
numérico llegó a su fin.
2
Turno de las artes marciales. Adiós,
Mates; hola por siempre, Taekwondo. Todos los lunes, miércoles y jueves,
veinte universitarios (quince chicos y cinco chicas) salían de clase a
empujones para dirigirse al gimnasio. Apenas daban tiempo a terminar de sonar
el timbre.
Se levantó un chico de la primera fila al que
conocían por Chiqui. Se llamaba igual que su abuelo, por ello le pusieron ese
apodo y así poder diferenciarlo. El anciano ya no vivía, pero cambiarse de
nombre cada dos por tres no estaba entre sus planes, así que seguiría siendo
Chiqui para siempre. Chiqui o «cabrón de mierda», como algunos envidiosos se
referían a él. Era el mejor en artes marciales, el más guapo y el único a quien
las chicas comían con la vista mientras se derretían como mantequilla. Su
mirada levantaba pasiones. Llevaba el cabello largo, una raya negra en cada
párpado, la cara teñida de blanco y un piercing en el labio inferior. Muy mono,
pero eran sus ojos quienes causaban tanta rabia en el sector masculino; por el
contrario, las chicas ansiaban verlo.
—Míralas… ¡Ya están
babeando! —rugió Blas—. Es que todas, ¿eh? Joder. — Chiqui recorría el aula en
dirección a la salida, aunque parecía caminar por la alfombra roja: todas a su
alrededor le abrían paso. Una vez que las dejaba atrás, estas se daban la vuelta
para mirarlo (el trasero también valía) —. Tengo ganas de potar —volvió a decir
Blas, metiéndose los dedos en la boca para simular una arcada.
El envidiado llegó al
final, donde le esperaba su chica. A las otras les daba igual que tuviese
novia, decían que por mirar no hacían nada malo. Bueno, agrandaban la úlcera de
estómago de los demás chicos, les hacían blasfemar, irritarse, sentirse una
mierda que viste y calza y tener que contenerse para no partirle la boca al gótico
odiado; por lo demás, nada malo.
—Nos vemos después
del entrenamiento —le dijo Chiqui a Estela, su novia.
—Sí.
Se dieron un beso. Él
se fue a clase de Taekwondo y ella a su casa.
—Ay, qué besito más
rico —volvió a decir el protestón, en tono de burla—. Quiero potar,
definitivamente.
—Pues hazlo y cállate,
¡cansino! —respondió su compañero—. Jamás serás como él. No tendrás su cara, ni
su pelo, ni su culo; ni mucho menos sus ojos… Ríndete. No puedes hacer nada.
Eso ya lo veremos.
3
Convertir un gimnasio en un templo de artes marciales lleva su tiempo.
El maestro —un coreano a punto de cumplir los sesenta años— miraba cómo sus
discípulos más veteranos cubrían el suelo con una colchoneta azul de 4cm de
grosor; después, colocaban la bandera de Corea y Japón en lo alto de una de las
espalderas y forraban con otra colchoneta cada una de las cuatro columnas, de
tal forma que pudieran golpearlas sin partirse ni el empeine ni los nudillos.
Así todos los lunes, miércoles y jueves. Los demás días, el gimnasio se utilizaba
para hacer pesas, aerobic y gimnasia para maduritas.
Chiqui siempre
realizaba el mismo ritual antes de pisar el gimnasio. Se colocaba una cinta
negra para sujetar el cabello. Años atrás era de color militar, y todos le
decían que parecía John Rambo, solo que el muchacho dejaba claro con sus
patadas que sí sentía las piernas… Cuando se examinó para hacerse con el
cinturón marrón, la cambió para añadir una pieza oscura más a su vestimenta, y
también como símbolo al cinturón que ansiaba. Blas y Hugo (el pedorro) no
tenían cinta, ni tampoco cabello que sujetar. Lo llevaban rapado, y en su
cabeza solamente se veía una capa grisácea, igual que una barba de dos días.
Chiqui se inclinó
para saludar a la bandera, con los pies juntos y la mano derecha en el corazón;
luego comenzó a calentar. A Blas no le hacía falta, ya entraba bastante
caliente con su dosis de rabia habitual; Hugo sí, con unos cuantos
estiramientos.
—Un día de estos le
partiré las piernas —le dijo Blas a Hugo, dándose pausados puñetazos en la mano
izquierda.
—Mucha suerte —respondió.
Se preparaba para hacer flexiones. Chiqui entrenaba por su cuenta.
—¿Es que tú no tienes
ganas de acabar con él? —insistió Blas sin dejar de mirar a su enemigo.
—Sí —afirmó—; pero
hoy por hoy sé que me es imposible.
—¿Por qué?
—Porque si me arrea
un puñetazo en la boca, estaré tragándome dientes hasta Navidad, y le tengo
muchísimo cariño a mis empastes. —Tenía fatiga.
—Eres un cagao de mierda… —Volvió a golpearse la
mano izquierda.
—Soy realista. Es el
mejor, no lo des más vueltas.
—¡Incierto! —bramó—.
Lo aplastaré. ¡Sus costillas sonarán como si pisase a una cucaracha! —Mordió su
labio inferior mientras se daba más puñetazos en la mano. Hugo paró de hacer
flexiones y, mientras se secaba el sudor, añadió:
—Cuando te vea
mejorar, yo mismo te ayudaré a aplastarlo —afirmó—; pero a día de hoy no
podremos.
—¿Cómo que no? ¡Ahora
mismo! —gritó y se encaminó hacia Chiqui.
—¡Eh, tú, maricona! —le
dijo. El aludido no dejaba de hacer abdominales—. Te estoy hablando a ti,
payaso. ¡Mírame! —Chiqui contaba hasta diez en coreano: Hana, dul, set, net, dasot, yosot, il gop, yudop,
ahop, yeol. Una
vez terminados los diez primeros, contó otros diez. Blas se irritaba—. ¡Mírame! —Esta vez, Chiqui le hizo caso y se detuvo.
Flexionó las piernas, dejó los antebrazos apoyados en las rodillas y giró la
cabeza. Lo miraba con aire distante—. Sabes que tengo muchas ganas de darte dos
hostias, ¿verdad? —Volvió a golpearse la mano—. ¡Levántate! —El aludido reanudó
las abdominales, lo que hizo enfurecer más a su atacante. Se ruborizó de ira; parecía que se le iban a salir sus ojos
saltones—. ¡Eres un marica! —Le salpicó de babas al gritar—. Te crees muy guapo
por llevar los ojos pintados. ¿También te pintas las pelotas?
—Claro que sí —respondió,
volviendo a copiar el gesto de antes, sin quitarle de encima la vista que tanta
envidia le provocaba. Blas se sorprendió. Su boca se cerró al instante—. Y la
punta del capullo. ¿No te lo ha dicho tu madre?
El rostro de Blas
comenzó a hacer muecas de desagrado, en un tono tan rojo como el punto céntrico
de la bandera que tenía a su espalda. Le sudaba la frente y sus ojos
lagrimeaban llevados por la ira, pero dando la sensación de estar soportando el
fuego que genera una comida picante.
—¡Te mataré, hijo de
puta! —gritó y dirigió un derechazo al rostro de Chiqui, quien se retiró y dejó
que su agresor aterrizara contra la columna acolchada—. Ugg… —Bramó Blas. Se
giró y miró a su rival—. ¡He dicho que te mataré, cabrón de mierda! —Corrió
hacia él con los brazos abiertos en cruz. Chiqui le frenó extendiendo la mano,
contra la que chocó el apresurado envidioso. Los pelos de la barba rasparon la
tensa palma mientras el mentón de Blas ascendía perdiendo el equilibrio. Cayó
de espaldas. Desde el suelo soltó una patada frontal con todas sus fuerzas. Su
envidiado enemigo se encogió al sentir un pinchazo en la rodilla, momento en
que el encolerizado del suelo aprovechó para patearle la cabeza. A Chiqui le retumbó
el cráneo; sintió como si el cerebro se desplazase momentáneamente para después
regresar a su lugar. Los dedos de las manos se le quedaron adormecidos, como
con estrellitas de picor recorriendo cada uno de los huesecillos; pero aún
había más: el suelo del gimnasio dejó de ser azul cielo para convertirse en una
nube blanquecina, borrosa. Parpadeó varias veces y el resultado seguía siendo
el mismo. Se miró las manos, donde vio una lánguida capa de piel obnubilada. Se
asustó—. ¡Te voy a pulverizar, maricona! —Antes de que el puño de Blas
impactase contra Chiqui, cinco dedos lo agarraron, inmovilizándolo sin opción
de escape. El atacante miró a su maestro, quien sin quitarle sus entrecerrados
ojos de encima, le apretaba la mano con todas sus fuerzas.
—No pelea —anunció
sin cambiar un gesto en su amarillenta tez. El chico insistía en mover el
brazo, pero le era imposible. Cuando el maestro lo soltó, el muchacho se vio
vencido por su propio peso, trastabillando. Chiqui miró al instructor. Primero
lo vio como una fina línea, después fue tomando forma y de lo borroso pasó a la
clara nitidez. Volvió a parpadear y se frotó los ojos. Echó un vistazo
alrededor y lo vio todo con claridad. Su vista estaba perfecta—. ¡Kyongne! —les gritó a los dos alumnos.
Quería que saludaran, y así lo hicieron—. Solo peleal en combate —volvió a
decir—. Seguil con entleno
Se fue.
—Mañana te reventaré
en el combate —amenazó Blas.
4
A las 21:47min, después de caminar media hora para regresar a casa,
Chiqui abría la puerta. Vivía solo, en una casita alejada del barrio que heredó
de su abuelo, con quien se crio desde bien pequeño. No tenía calefacción ni
agua caliente; estaba acostumbrado a ducharse con agua fría, pero solo
soportaba la tortura por las mañanas y las noches de los martes, viernes y
fines de semana, ya que los demás días aprovechaba la ducha del gimnasio. Antes
de acostarse salía a recoger troncos para hacer una buena lumbre con la que
pasar horas leyendo, siempre arropado por el crepitar del fuego.
Estela le hacía
compañía por las tardes, y había días que se quedaba a dormir con él. Tenía un
cuarto de baño pequeño, y el comedor, la cocina y la cama en la misma habitación.
Un televisor de los primeros de cuando se inventó el color, pero que no
utilizaba. No le interesaba la vida de nadie, y eso era lo único que contaba la
pequeña caja de imágenes. Prefería usar la imaginación, devorar páginas y ser
partícipe de las historias que leía.
En un rincón
conservaba el wooden dummy* de su abuelo (donde su chica colgó el abrigo el
primer día al confundirlo con un ropero). Todas las noches entrenaba con él,
sin excepción. A veces Estela se despertaba de madrugada y le veía golpearlo.
Lo miraba desde la cama, aunque se hiciese la dormida y él pensara que ya podía
pasar un camión por encima de ella que no se iba a enterar.
Dicho así, Chiqui
parecía vivir en la pobreza, no tener apenas nada; sin embargo, lo tenía todo.
Tenía una novia que le quería y no necesitaba más. Era feliz.
—Ya estoy en casa —le dijo a su niña (como él la
llamaba). Era miércoles, y eso significaba pasar la noche juntos.
Ella se acercó a besarlo; él la rodeó con sus
brazos.
—La cena está lista, cari.
—Genial —respondió y la besó una vez más.
5
—¿Qué tal el
entrenamiento? —preguntó Estela mientras cenaban. Le apartó el cabello de la
cara para que no le cayesen pelos en el plato, y además, para verlo mejor—. Así
estás más guapo. —Le besó en la mejilla.
—El imbécil de Blas
ha vuelto a las suyas —respondió Chiqui. Le dio a su chica una patata frita con
kétchup; ella abrió la boca y mordió.
—¿Otra vez?
—Así es.
—Te tiene envidia,
cariño.
—Lo sé.—Untó otra
patata en la salsa—, pero no va a cambiar nunca. Su rabia no se lo permite. —Volvió
a ofrecerle comida a su chica, quien una vez más, abrió la boca para recibirla.
—Peor para él —contestó
mientras masticaba—. ¿Me das otra patata?
—Solo si me das un
beso.
Estela rio.
—Vale. Hecho. —Se
apartó la melena oscura de la cara y le besó—. Ahora ya puedes darme la patata.
*Muñeco de madera que se utiliza para entrenar.
Chiqui negó con la cabeza.
—Eso solo ha sido
medio beso. Se puede mejorar.
Ella volvió a reír.
—Qué morro tienes…
»Muy bien —añadió—.
Prepárate. —Se incorporó y se acercó a él. Lo miró con fijeza varios segundos,
al mismo tiempo que se humedecía los labios; después, se trenzó el cabello con
sus propias manos y lo echó hacia un lado. Rodeó el cuello de su chico con los
brazos, y entonces le comenzó a besar, moviendo la boca lenta y despaciosamente—.
¿Qué tal ahora? ¿Ha sido mejor? —le preguntó mirándole los labios. Chiqui
colocó sus manos en la parte baja de las caderas de Estela.
—Sí —afirmó—, mucho
mejor. Ahora es mi turno.
Los achicados y
negros ojos de Estela se abrieron.
—Uy… Te temo.
—Yo a ti te amo.
Las patatas quedaron
frías.
6
Chiqui le quitó la camiseta a su chica y la tumbó sobre la cama.
Empezó a recorrer su cuerpo con pequeños besos pasionales. Ella le abrazaba y
acariciaba a la vez, deslizando las suaves manos por su espalda.
—Abrázame, mi amor —le
dijo Estela.
Él obedeció y así lo
hizo. Eso y muchas más cosas de adultos en el cuerpo de dos adolescentes.
7
Cuando terminaron de hacer el amor, ambos se abrazaron. Estela siempre
se recostaba sobre el pecho de Chiqui y él la acariciaba. Volvieron a hacerlo
así, y ya podían pasar horas que ninguno de los dos se enteraba del avance del
tiempo.
—¿Ya no quieres más
patatas? —preguntó él. A ella le dio un ataque de risa.
—Qué bobo eres —dijo
riendo—. Pero me encantas. —Lo besó.
—¿Mucho?
—Mucho —Volvió a
besarlo—. ¿Sabes cuánto es mucho?
—¿Con cada respuesta
me darás un beso? —preguntó, ilusionado.
—No sé… —Ella sonreía—.
Prueba a ver.
—¿Todo esto? —Extendió
los brazos en su totalidad para simular algo grande.
—Muchísimo más.
Volvió a besarlo. Él
la peinó con sus propias manos. Estela tenía la carne de gallina. Sentía una
sensación placentera y relajante.
—Listo —anunció
Chiqui. Ella se dio la vuelta, le empujó contra la cama y le dio un beso.
—Cada día te amo más —anunció.
—¿Si te pregunto
cuánto me amas me darás más besos con cada respuesta?
Estela volvió a reír.
Fue él quien la besó.
8
Durante la noche, cuando hasta el ulular del viento descansaba en
silencio, paralizado en su propia y gélida función, el ventanuco de la casa fue
presa de una capa de hielo que crecía y empañaba el cristal con un vaho
blanquecino. Tras él, una composición abstracta parecía soplarlo, dejando un
círculo en mitad del marco de madera. Era como si una boca expulsase su cálido
aliento por fuera de la vivienda. Poco a poco el redondel de vapor fue
descomponiéndose, desligándose en dos partes rebeldes, dejando dos pequeñas circunferencias
transparentes, igual que las concavidades vacías de una calavera, pero al mismo
tiempo, llenas de vida invisible. Parecían dos ojos intentando captar lo que
ocurría en el interior, o tal vez, presenciar lo que iba a ocurrir.
El wooden dummy se
giró hacia un lado. Su cuerpo de madera sonó como el irritante pitido que emite
una tiza al frenarse contra una pizarra; después —aunque con un sonido más apagado—
hizo lo mismo al volver a su posición de reposo, momento en que los dos ojos de
la ventana se agrandaron entre un pausado chiflido contra el cristal, igual que
si un niño estuviese ahogando la boquilla de un globo, abriéndola para soltar
un poco de aire y, acto seguido, cerrándola para retener la vida de su
interior.
El fuego amplió su
llama, emitiendo el fogonazo característico y el “flu-úf” de una caldera de gas
al arrancar. Al escucharlo, el muñeco de madera quiso prestarlo atención,
girando hacia la lumbre. En su cilíndrico cuerpo tintineaba la luz del calor y
lo hacía resplandecer como si estuviera bañado con barniz. Copiaba la función
de una pantalla proyectando diapositivas; en esta realidad, las llamas
gesticulaban formando desfigurados cuerpos en una beligerante lucha. Las
tonalidades —más agresivas en cuanto a calidez— se retorcían en un doloroso
crepitar, como si se estuviesen machacando en continuos embistes.
Chiqui se incorporó sobresaltado.
No sabía explicar por qué o qué le había hecho ponerse en guardia. El creciente
fuego captó su atención, aunque no vio nada fuera de lo normal, tan solo
llamas. Alborotadas, en rebeldía, pero solo era un fuego. Sin embargo, algo le
hizo fijarse en el wooden dummy. Al igual que con la chimenea, la luz del
muñeco no le decía nada. No obstante, se levantó para verlo más de cerca. Algo,
llamado “x” —como en las ecuaciones de las que tanto se burlaba Blas— requería
de su presencia.
Se fue acercando a él
con cautela. Seguía sin saber por qué. Todo lo raro tenía un “por qué”. Por qué
se había despertado con tanta brusquedad, por qué caminaba con prudencia en su
propia casa cuando la puerta estaba cerrada y en el interior solo se hallaban
su chica y él. ¿Por qué?
—¿Por qué me mira un
tronco que jamás ha tenido ojos? —Se lo preguntaba porque así era. El muñeco,
aquello con lo que siempre había entrenado desde que su abuelo se lo regaló y
le enseñó golpes de Kung fú, de repente tenía vida propia. Estaba vivo. Pinocho
no era solo un cuento de niños. Chiqui tenía delante de sus ojos un pedazo de
madera con vida—. ¿Qué pasa aquí?
Los brazos del muñeco
empezaron a girar. Primero muy despacio, como la rueda de una bicicleta que va
reduciendo su velocidad, pero a la inversa; después, más rápido, lo que en vez
de parecer brazos de un wooden dummy, parecía una ruleta de casino.
Todo rojo, Chiqui.
—¿Eh? —No comprendía.
El rojo de la sangre.
Lo escuchaba. Tampoco sabía de dónde ni quién se lo
decía. Se resistía a pensar que pudiera hacerlo un pedazo de madera.
Todo negro.
—¡¿De qué cojones me estás hablando?! —vociferó. Le
protestaba al muñeco, o tal vez a esa ruleta veloz que le mandaba apostarlo
todo al rojo y después al negro.
El negro de la oscuridad.
La habitación oscureció. Todo quedó en penumbra
hasta que el oscuro silencio se vio interrumpido por un nuevo fogonazo: “flu-úf”.
Las llamas crecieron hasta alcanzar la altura del pecho de Chiqui, lo que
suponía un metro cuarenta de alto. El muñeco de madera descansaba oculto entre
la negrura; el fuego solo dejaba visible los dos ojos del ventanuco, en los
mismos que, achicándose un puntito diminuto, como una pupila cuando le llega
luz, empujaron a la claridad un asombroso redondel resplandeciente, en donde
unos números —de esa ruleta de todo al
rojo y todo al negro— bailoteaban por el vacío del cristal como arañas
correteando por su propia tela.
18… 12…15
—APUESTA AL ROJO, CHIQUI. EL NEGRO LO TIENES
ASEGURADO— La voz llegó del muñeco, a quien el chico no veía pero del que podía
sentir un agobiante aire, como un ventilador girando sin cesar.
El fuego crepitó una
vez más, provocando un estremecedor quejido. Se formaron figuras. Luchaban. Sufrían.
Gritaban.
Un exceso de luz
proveniente de la chimenea le hizo retirarse, yendo a parar contra el cristal
de la ventana. En el vacío derecho afloró un 18; en el izquierdo un 12. Bajo
ellos, formándose como si una mano invisible los escribiese en el vaho, y ante
la atónita mirada de Chiqui, apareció un 2, luego un 0. Tras este un 1, y más
tarde un 5.
—18/12/2015.
—TU PREMIO GORDO PARA
MAÑANA.
Al girarse para
atender al wooden dummy, uno de sus brazos le golpeó de lleno en la cabeza.
Chiqui despertó, de
nuevo sobresaltado; pero esta vez, despertó de la pesadilla.
9
—¿Qué te pasa, mi amor? —preguntó Estela cuando lo escuchó
gritar. Chiqui permanecía semisentado en la cama, con una mano en el pecho
mientras el sudor invadía su torso desnudo. Su rostro —pálido como el de un
muerto, sin necesidad de maquillaje— emitía muecas de esfuerzo, igual que si
estuviera a punto de vomitar—. Cariño, ¿estás bien? —insistió a la vez que le
acariciaba el hombro. Él se dio media vuelta para sentarse. Al apoyar los pies
en el frío suelo, su cuerpo botó, sintiendo un pinchazo de lucidez en el
cerebro. Volvía al mundo real.
—Ha… —No podía
hablar; su voz era un entrecortado susurro. Su gélido abdomen subía y bajaba, y
lo hacía parecer un recipiente cuadrado de cubitos de hielo.
Estela le abrazó por
la espalda. Pudo notar en sus brazos el acelerado latido cardiaco de su chico
retumbándole por todo el cuerpo.
—Respira tranquilo —intentó
tranquilizarlo—. Solo ha sido una pesadilla. —Apoyó la cabeza en el hombro
derecho de su novio mientras le besaba en la mejilla; después, le revolvió el
cabello con dulzura, añadiendo otro beso más en la nuca. Los ojos de Chiqui,
abiertos como dos portones, enarcando las cejas para posteriormente parpadear
con mucha fuerza, como si le costara ver con claridad, miraban el ventanuco,
donde una perfecta capa helada cubría el cristal, nada más. A continuación —a la vez que Estela le seguía
acariciando— miró el fuego, en calma, con una vaga llama. El wooden dummy seguía
en la posición que él lo había dejado la noche anterior después de haberlo
golpeado.
El joven se levantó.
Estela se preocupaba al verlo así de nervioso.
—¿Adónde vas? —le
preguntó. Él, sin responder, se acercó a la ventana. A medida que lo hacía un
frescor le iba atravesando el pecho, haciendo que las gotas de sudor que lo
recorrían se congelaran y le hiciesen arroparse con sus propias manos. Cuando
llegó se quedó mirando el cristal, escrutando con detalle la gélida capa que lo
cubría. Su novia también se levantó—. Mi amor, me estás asustando —le dijo,
intranquila. —Chiqui colocó su mano derecha en el cristal. La dejó un rato
pegada a él; era como tocar la puerta de un congelador, completamente
inofensivo. Tras retirarla, se acarició la yema de los dedos con el pulgar,
como si tuviese una diminuta bola a la que dar forma en pequeños círculos—. ¿Qué
hay ahí? —le preguntó ella. Él, sin responder, pasó la mano por la ventana,
dejando en el cristal la huella de una gruesa curva. Veía un pobre reflejo de
los dos, nada más.
—Volvamos a la cama —dijo
Chiqui sin dejar de mirar la ventana.
—¿Seguro? ¿No te
ocurre nada?
La miró. Le colocó el
pelo detrás de las orejas antes de besarla; después, añadió:
—No. Solo ha sido un
mal sueño.
Volvieron a besarse,
más tranquilos.
10
El cristal de la ventana que aturdió tanto a Chiqui en el sueño,
dejaba pasar un potente foco solar. Los ojos de Estela se quejaban de la luz,
entre un bostezo insonoro y una mirada rápida a la parte vacía de la cama. Su
chico no estaba allí, ni tampoco pegando al muñeco de madera. No escuchaba caer
agua en la ducha. No estaba dentro de la casa.
Se incorporó para
mirar por la ventana. Cuando vio que estaba en el exterior, su preocupación se
esfumó dando paso a una sonrisa. Chiqui hacía flexiones con los nudillos.
—¿Sin camiseta en
pleno mes de diciembre, chico duro? —le preguntó desde la puerta. Él dejó de
hacer ejercicio para mirarla.
—Y tú sin pantalones.
—Ambos rieron.
Estela vestía una
camiseta holgada, tanto que cubría sus rodillas. Era de Chiqui, y siempre se la
ponía para dormir cuando pasaba la noche con él.
—Buenos días, princesa.
—La besó mientras agarraba su cintura. Ella se arrimó más y le abrazó—. No te
arrimes tanto que estoy sudado.
—No importa. —Le dio
otro beso.
—Tengo que ducharme —dijo
él, despegando los labios tan solo unos milímetros; el calor de los dos
alientos se unía de la misma forma que se unían sus bocas con un beso pasional.
—Cierto —respondió la
muchacha—; y yo también. Pero… —Se detuvo. Le miró a los ojos, colocándole el
cabello detrás de las orejas; después le miró los labios, y una vez más, a esos
iris envidiados por los chicos y tan deseados por las chicas—. … Yo sola pasaré
mucho frío, y no querrás que me resfríe, ¿verdad?
Él rio.
—Sentirás calor —respondió—.
Te lo prometo.
Si quieres saber qué será de Chiqui y Estela, no lo pienses más y hazte con la novela aquí: